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RESEÑA: The Flash | La reconciliación con la tragedia

The Flash es una película que, en clave de comedia, estudia el duelo, la orfandad (un clásico de cualquier personaje de DC), el enfrentamiento con uno mismo y la imposibilidad del “mejor de los mundos posibles” con un fanservice de primera. Sin embargo, tanto frenesí no evade caer en las carencias más básicas del DCU.

Gracias a un giro azaroso, no proveniente de venturas o decisiones acertadas sino de tragedias familiares (que, de corazón, ojalá jamás le hubieran sucedido al director de cine), el proyecto de Zack Snyder resultó trunco durante la filmación y edición de Liga de la Justicia - 41%. Si bien su versión autoral de esta película (La Liga de la Justicia de Zack Snyder - 82%) es mucho mejor que el caldo de espagueti que entregó Joss Whedon, incluso ahí se evidenciaba un factor lamentable: la narrativa se perdía en la acción filmada con exceso de lujo y buen gusto en la gráfica. Esa situación ha mejorado mucho conforme se han incorporado directores en nuevos proyectos derivados del Snyderverse (¡Shazam! - 88%, Mujer Maravilla - 92%, Aquaman - 73%, ahora The Flash - 60%), pero está lejos de resolverse en lo poco que hemos visto en pantalla grande.

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Las películas live-action de DC que buscan construir un universo unificado de superhéroes siguen sin postular una línea mitológica que los consolide como se pretende. James Gunn ni siquiera ha comenzado con su proyecto, así que quién sabe qué pasará. Mientras tanto, el aprendizaje ha sido arduo y la herencia de Snyder, con sus aciertos y errores, pesa para bien y para mal todavía. Es decir, si algo hay de increíble en la nueva entrega de Andy Muschietti, se lo debemos en buena medida a la aventura que consiguió Snyder.

The Flash - 60% es una película inteligente, meditabunda, aún extraviada en el vértigo de las secuencias de acción, provocadora formalmente y complaciente en un sentido divertido, no burdo, que suma gracias al guion y las actuaciones —o, para ser más precisos, la actuación espectacular de Ezra Miller, quien devora la atención de los espectadores. Posee momentos de reflexión no pretenciosas y chantajes emocionales sorprendentemente mal ejecutados cuando parecía que todo estaba dado para soluciones efectivas, no efectistas.

En cuanto al desempeño tecnológico: sus efectos digitales interpretan los poderes de The Flash con apuestas refinadas que crean un nuevo imaginario audiovisual para el superhéroe; aunque también posee unas barbaridades espantosas de CGI no perdonables para el nivel de inversión que hay detrás de esta película —la secuencia de los bebés, por ejemplo, o incluso algunas escenas de guamazos y viajes en el tiempo que se ven como piñatas improvisadas por amateurs de la animación tridimensional.

Por eso esta película es un oxímoron: tiene todo lo que la hace brillante y cuanto la niega como la mejor versión posible de sí misma. En clave bufa explora temperaturas elevadísimas de tragedia sin perder tensión y gravedad. Los dramas familiares están bien expuestos, pero narrados con poca eficacia. Se planta desde los primeros quince minutos como una película de acción estridente, sobrecargada de estallidos sin tanta necesidad de ello.

Su narrativa es destacada en lo que explora. Es propositiva en la exploración de las maldiciones que trae consigo contar con superpoderes, ahondando en las consecuencias terribles que trae la irresponsabilidad con el pasado. Reinterpreta a Flashpoint, una de las películas animadas más importantes de DC, personalizando a nivel autoral los momentos críticos. Es una aventura de ciencia ficción con esteroides teóricos y emocionales en relación con el tiempo y sus transformaciones que, para su mal, llega tarde a la reinterpretación y transformación multiversal que tanto obsesiona al cine en estos días.

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Justo por sus triunfos y sus fracasos, se trata de una película indispensable para valorar qué acontecerá con el universo que nos presente a partir de ahora James Gunn. DC, hay que decirlo, es una tradición fílmica en sí misma según cada superhéroe. De ahí su complejidad intrínseca y que el reto sea gigante para cualquiera.

Ezra Miller presenta a un Barry Allen que no termina de encontrarse dentro de Liga de la Justicia ni termina de aceptar su realidad (madre asesinada por efectos del azar, padre encarcelado por el mismo evento, infancia, adolescencia y juventud arruinadas), como todos los superhéroes con complejo de orfandad que plagan a DC. Hay, de algún modo, una especie de duelo perpetuado a través del trauma como eje motor para la búsqueda de la bondad. Él mismo lo dice cuando sugiere a una víctima de desastre urbano: “Acuda con algún especialista en salud mental, La Liga de la Justicia aún no tiene capacidad en esa área, en serio”. La psicología del personaje es clara, compleja y sin soluciones fáciles, incluso, podría decirse, naturales y asimilables por cualquier ser humano mínimamente empático.

De ahí que las decisiones de Barry Allen/The Flash son congruentes con él mismo, no con las consecuencias nocivas que entrañan. El nivel de cambio de registro de Miller le permite pasar de la comicidad involuntaria de un individuo con Asperger al de un ñoño medio geek que presume una flema casi británica. Su versión de sí mismo pasa de la diversión a la villanía con un periplo consistente.

Los momentos más emocionales de la película están en los diálogos de The Flash consigo mismo, no cuando encara a su mamá (algo raro viniendo de Muschietti), lo cual implica un problema para la propuesta narrativa, pero tampoco crea ningún caos. Sólo se pierde la oportunidad de solidificar las razones con efectos emocionales. Su capacidad de transformarse en su versión feliz de sí mismo y dialogar en dos registros diferentes con el Bruce Wayne de Michael Keaton nos demuestra que la magia yace todo el tiempo enfrente de nosotros: un actor de alto calibre.

Mamá (Maribel Verdú) y Papá (Ron Livingston) de Barry Allen tienen una aparición importante, aunque tampoco brillan. Lo importante con ellos, como ya sabemos, descansa en la famosa visita de Papá al supermercado local a buscar una lata de tomates que Mamá necesitaba para una receta. Cuando el pequeño Barry escucha jaleo baja las escaleras, encuentra a Mamá en el piso de la cocina con un cuchillo clavado en su pecho ensangrentado y Papá llorando sobre su cadáver con una mano en la empuñadura. Esa escena, que es la que desea modificar Barry Allen, resulta el gran efecto mariposa que desencadena una serie de tragedias, ahora sí, irreversibles. Ray Bradbury lo expuso ya en “El sonido del trueno” y H.G. Wells en La máquina del tiempo.

Esta película, dirigida por Andy Muschietti (Mamá - 65%, It (Eso) - 85%), a partir de un guion de la escritora de género Christina Hodson (Aves de presa y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn - 75%, Bumblebee - 95%), merece crédito por asumir el dolor de sus personajes con seriedad y los razonamientos del héroe sin plantearlos desde el principio como evidentes estupideces, sin caer, además, en convencionalismos de irresponsabilidad sentimental.

Una vez que el Barry original se une al otro Barry, Miller mantiene alta la energía boba y bobalicona para el segundo Barry mientras reduce las tonterías para el original. Ahí vemos, también, una brillante dirección de Muschietti que traduce en un pulso esa relación de The Flash consigo mismo. Esto permite que el primer Barry madure al percibirse como realmente es —o, mejor dicho, como él hubiera sido si su familia estuviera completa. La película de The Flash - 60% muestra sus mejores efectos, imágenes especulares y reflexiones tonantes a partir de esta dinámica entre su versión joven y su versión “actual”. Las tomas de ambos Barry incluso tienen una pizca de tics diferenciados, que provienen de historias de vida bifurcadas.

Con el fin de enfatizar el reinicio de universo creado hasta ahora, se funde el evento que inicia todo (la batalla entre Superman y el General Zod en El Hombre de Acero - 55%) en calidad de evento canónico que define al personaje y al equipo de Liga de la Justicia. Las secuelas de ese evento fueron pivotes y detonantes en las tramas y diálogos de más de una película, sobre todo en Batman vs Superman: El Origen de la Justicia - 27%.

Cuando se menciona nuevamente el primer acto de la película de Snyder, sabemos que Barry veinteañero y Barry dieciochoañero tendrán que lidiar con eso otra vez... en otro universo, como nos lo explica el Batman de Michael Keaton, anticipándose al caos que se avecina. Efectivamente, aquí viene Zod con sus malvados compañeros de equipo, naves estelares que parecen escarabajos, soldados de choque blindados y terraformación marca SpaceX.

A falta de Superman, tampoco hay una Liga de la Justicia que se una contra Zod, y sólo un superhéroe en escena: Batman. No el canoso Ben Affleck, muy al estilo de Frank Miller que aparece en los primeros minutos, sino el interpretado por Michael Keaton en las películas de Tim Burton en la década de 1980. Sólo que, claro está, es más viejo, más demacrado e incluso más alienado. Apenas aparece recetando trancazos y escobazos calzado con chanclas, notamos con singular pericia que es un abuelito rocanrolero onda H. Hughes. Así, con una entrada estridente, Keaton ofrece la interpretación más grácil y ligera de la película, la menos pretenciosa, tal vez, y la que aporta equilibrio al protagonismo absoluto de Miller.

Kara Zor-El, la prima de Kal-El, también conocida como Supergirl (Sasha Calle), es una grata sorpresa mal integrada al proceso y no secundaria, sino casi terciaria, en la trama que se presenta. Aquí sí las figuras femeninas sí encarnan apenas los deseos, arquetipos y estereotipos que orbitan en el mundo del héroe. De Superman, ni sus luces. Cuando esta versión trucha de Liga de la Justicia de cuatro personas se enfrenta al ejército invasor de Zod, nos vemos lanzados a una condena trágica de un loop infinito donde el único destino es la muerte.

Mary Shelley con su Frankenstein y H.G. Wells con La máquina del tiempo ya nos habían arrojado a este terror. Es un terror que nos habían anticipado mitológicamente con Ícaro los clásicos griegos. Lo narraba La Epopeya de Gilgamesh. Esto es: que ni siquiera en el pensamiento mágico, el ser humano se puede transformar en Dios. Es un elogio y una refutación al final de Superman interpretado por Christopher Reeve, a todo Volver Al Futuro - 96% y a cualquier expectativa que podríamos tener con el concepto del multiverso como una fantasía que permitiría encontrar el mejor de nuestros mundos posibles.

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