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El sastre del emperador: Los parecidos y similares

Estrenada comercialmente en México en octubre de 2016, Los parecidos (2015), segunda cinta de Isaac Ezban, ha recibido críticas encontradas. El entusiasmo es foráneo; en el extranjero ha ganado premios y buenas reseñas; en México hubo un crítico que en un periódico de circulación nacional la calificó de “mierda” –lo que habla más del crítico que de la cinta, cree José Homero. Aprovechando su reciente estreno en Netflix, Homero analiza las intenciones, la propuesta y el resultado en un ensayo que además de razonar en torno al fenómeno fílmico pretende evaluar sin fanatismos los méritos y yerros del cineasta.

El terror es uno de los géneros fílmicos menos cultivados en México. Sea por la falta de presupuesto para efectos especiales, que para los espectadores más ingenuos son inextricables de un buen resultado –lo cual es una superstición, una apreciación errónea-, o bien por la carencia de una tradición, lo cierto es que las películas de terror mexicano son escasas. Tendencia puesta en entredicho en la última década gracias a una nueva generación de cineastas que desde diversos estilos y subgéneros pretenden renovar el género, no sólo en México, sino a nivel mundial, pues las pesadillas mexicanas provocan ya cierto culto en otros países. Dentro de ese selecto grupo cuyos autores más renombrados son Jorge Michel Grau (Somos lo que hay - 72%, 2010) y Emiliano Rocha Minter (Tenemos la carne - 74%, 2016), Isaac Ezban, director de El Incidente - 83% (2014), su ópera prima, saludada gratamente a nivel mundial, ocupa ya un sitio especial.

La anécdota de Los Parecidos - 94% (2015), segundo largometraje de su autoría, y que recientemente fue lanzada en DVD y ya puede verse en Netflix, se inspira en las atmósferas de la literatura pulp a la que alude con reiteración: en una terminal de autobuses, ocho personajes quedan atrapados mientras aguardan la llegada del autobús a Ciudad de México. Es la madrugada del 2 de octubre de 1968. Toda la noche ha caído la lluvia –una extraña lluvia que ni siquiera es la hard rain de Bob Dylan ni tampoco ácida–, no sólo en la República mexicana sino en el mundo entero, como puntualmente nos va enterando el radio. Los afectados: Roberta, una anciana indígena con visos de curandera; Ulises, un capataz minero, cuya esposa está dando a luz en el DF; Irene, una mujer embarazada, quien huye de su violento marido; Álvaro, un estudiante de medicina que pretende asistir al mitin en la Plaza de las Tres Culturas; Gertrudis y su hijo Ignacio, enfermizo niño de ocho años, quien sufre de una misteriosa enfermedad que le impide dormir; Rosa, empleada de limpieza y Martín, el vendedor de boletos. Al principio la historia se enfoca en Ulises, a quien vemos preguntar con insistencia por la causa del retraso y poco después llamando por un teléfono de monedas al hospital donde su esposa está interna. Sin embargo antes de su llegada estaba ya en la sala la anciana curandera indígena, quien murmura frases en náhuatl y cumple desconocidos rituales empleando cuentas y guajes. Poco después llega Irene. Al ver que no hay corridas –el autobús que viaja a México tiene horas de retraso–, solicita un taxi.

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La escueta anécdota dimana, como he dicho, del subgénero pulp –por el tipo de papel en que se imprimían dichas revistas, uno de cuyos autores más célebres es H. P. Lovecraft, papel de pulpa, en México diríamos papel revolución–, pero igualmente está influida por la decana serie de televisión La dimensión desconocida (1959-1964) de Rod Serling . No es necesaria una aguda deducción: la gama elegida, una paleta en tonos pastel con preponderancia del cyan, que paulatinamente se van agrisando hasta perder nitidez y diluirse en grises, en fiel consonancia con el tema de la pérdida de identidad y la masificación; la música, que en principio rinde homenaje a Bernard Hermann, pero que en rigor parece proceder más de un mashup de las pistas sonoras de la filmografía de El Santo con las de Robert Rodriguez; y la voz en off machacando la filiación nostálgica indican con claridad sus fuentes. Para decirlo pronto: Ezban busca que su cinta parezca un episodio televisivo. Modesta ambición, la cual cumple.

Fruto de la cinefilia o la cinefagia, Los parecidos se amerita con las referencias. De igual modo que Quentin Tarantino se distingue por la selva de citas y guiños, Ezban, cinéfilo compulsivo, además de elegir el pastiche de una serie de televisión, remite con la trama al cine de la paranoia de la década de los cincuenta y sesenta, en especial a dos grandes filmes de esa época: Muertos Vivientes - 98% de Don Siegel (1955) y El Pueblo de los Malditos - 96% (1960) de Wolf Rilla. Si elegir un patrón para completar el trazo siguiendo los números e imitar una anécdota y un estilo no bastaran, Ezban recurre a un tercer nivel referencial: la serie B, en cuyos atractivos de feria hay también casa de espantos no marca Acme sino marca Santo, Capulina, Chabelo y Pepito… Así, mientras la historia está bien tejida, a pesar de ciertas salidas de tono propias del subgénero –para quienes juzgan ridícula la anécdota los invito a leer la narrativa pulp o revisar los relatos de Stephen King–, los efectos especiales son deliberadamente ridículos. Los actores gesticulan, las escenas de violencia carecen del debido timing para conseguir una buena resolución y los efectos especiales son, meritoriamente, tan buenos como las máscaras de Alushe o las del lobo y el zorrillo de Caperucita Roja y Pulgarcito contra los monstruos (1962) de Roberto Rodríguez. Ese terminado barato es intencional. No es casualidad que adornen las paredes de la garita del boletero además de fotografías de The Beatles, Marilyn Monroe, Sean Connery, carteles de María Félix y fotografías de Pedro Infante, Capulina… Junto a la dimensión pop, la atmósfera popular del cine de barrio, esa nostalgia camp que torna añorable lo que entonces era simplemente malo. De esta manera Los parecidos es una pieza derivativa que elige el pastiche como fórmula, la evocación como estilo y la semejanza como marca. Lo mejor y lo peor que puede decirse es que al igual que su anécdota se propone ser un producto de similares. Diríase que en la sala de espejos de las referencias, la cinta no consigue encontrar cuál es su reflejo. O acaso, al vampirizar tantas corrientes e influencias, carezca de reflejo.

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El filme propone además un manifiesto y en momentos ingenuo trasfondo político. Los acontecimientos suceden en la madrugada del 2 de octubre de 1968. Personajes y anécdota se refieren con vehemencia al movimiento estudiantil: desde el taquillero que acusa a Ulises de ser un estudiante revoltoso –porque lleva barba y greña– hasta el paranoico chairo avant la lettre Álvaro, quien lo califica de agente del gobierno. Incluso los policías que levantan los cuerpos sentenciarán que esos sucesos se deben al mitin de Tlatelolco. Señalo un dato más en el que la crítica no ha reparado: el pueblo donde se encuentran es Iguala, alusión a la matanza de Ayotzinapa. Se trazaría así un arco represivo que iría de 1968 a 2014. Siguiendo el ejemplo de cintas de terror no comerciales –pienso en Una Película Serbia - 46% de Srdjan Spasojevic (2010), Bajo la Sombra - 99% de Babak Anvari (2016)–, Ezban ceba su pastiche con el adobo picoso, pero algo acre, como de comida pasada, de la denuncia política. En realidad ese contexto es innecesario aunque resulta pertinente ya que correspondería al tono del cine de la Guerra Fría, circunstancia que originó obras clásicas, como las mencionadas de Siegel y Rilla. La diferencia es que en aquellas la hebra política es interpretativa mientras que en Los parecidos es intencional, sin matices e inverosímil.

Ezban demuestra solvencia narrativa. La primera hora maneja con acierto el suspenso y el interés trazando varias líneas y cumpliendo fielmente con convenciones, como la de la casa embrujada (los personajes atrapados en una habitación remiten al clásico La Mansión de los Espectros - 86% de Robert Wise, 1963) o el giallo –el autoacuchillamiento de Rosa, la empleada de limpieza proviene de Lucio Fulci o Dario Argento–, la descomposición del cuerpo, el whodounit –quién está haciendo esto…. A partir de que Ignacio comienza a sonreír como duende diabólico, la película comienza a decaer. La trama se afloja, la resolución se presume, las acciones se aceleran y se convierten en predecibles. El epílogo resulta innecesario. Esta segunda película y primer largo demuestra que a Ezban el aliento sólo le da para una hora, luego concluye resoplando, caminando a ratos, deslizándose cuesta abajo…

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Digna en el cumplimiento de sus propósitos –insisto: ser un producto semejante, evocar tradiciones–, el filme fracasa en encontrar una voz propia y lo que comenzó como un ejercicio brillante termina desmadejado. Se queda en otro indicio de que Ezban tiene un mundo y una voz interesantes, que como El incidente propone dos historias enlazadas en las que la imaginación transforma la realidad, que estamos ante un conocedor tanto del género como de los trucos para espantar, pero que por exceso de reverencia y referencia no va más allá. Fervoroso de las copias, Los parecidos se contenta con dar gato por liebre.

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