En 2021 ‘El juego del calamar‘ llegó a Netflix y se convirtió en un fenómeno sin precedentes. No solo arrasó en números, también desató análisis, debates y una oleada de imitaciones. Pero más allá de su violencia estilizada y sus imágenes icónicas, ¿qué explica su impacto global? ¿Por qué tantas personas, en distintos países y contextos, conectaron con una historia tan brutal y desesperanzada?
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La respuesta no está únicamente en la sangre o en los giros del guion, sino en el lugar emocional y cultural que estas distopías ocupan hoy: funcionan como espejos incómodos. En tiempos donde el mundo real parece cada vez más hostil, ver ficciones que retratan sistemas inhumanos ya no se siente como ciencia ficción, sino como un reconocimiento.

Del juego a la muerte: el auge del género ‘death game’
Aunque para muchos espectadores ‘El juego del calamar‘ fue su primer contacto con el formato, lo cierto es que pertenece a un género con una historia extensa: el ‘death game’. En estas narrativas, un grupo de personas es forzado a participar en una competencia mortal, con reglas arbitrarias y castigos extremos. El germen puede rastrearse hasta ‘The Most Dangerous Game’ (1924), cuento donde un millonario caza humanos por diversión, pero fue en Japón donde el concepto floreció. La película ‘Battle Royale‘ (2000), de Kinji Fukasaku, consolidó el género: una clase de estudiantes es enviada a una isla para matarse entre sí, como medida estatal de control ante una crisis social.
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Desde entonces, el death game se volvió un subgénero fértil dentro del horror y la ciencia ficción japonesa, con obras como ‘As the Gods Will‘, ‘The Werewolf Game‘, ‘Tag‘ o ‘Alice in Borderland‘. Cada una introduce variaciones, pero la estructura se mantiene: personajes vulnerables, un sistema invisible que impone reglas letales, y un espectador que observa desde fuera. Lo que varía es el enfoque. Mientras en Japón predomina una visión nihilista, con atmósferas surrealistas y personajes sometidos a fuerzas incomprensibles, la versión surcoreana que plantea Hwang Dong-hyuk en ‘El juego del calamar’ propone una evolución: más emocional, más crítica, más humana.
‘El juego del calamar’: cuando la distopía dejó de ser ciencia ficción
La serie de Netflix toma los elementos clásicos del death game y los transforma con una sensibilidad propia. Aquí, los participantes no son adolescentes atrapados por un gobierno totalitario, sino adultos comunes y desesperados, seleccionados por su nivel de deuda e inestabilidad económica. Gi-hun, el protagonista, es un hombre divorciado, endeudado, ludópata y humillado por un sistema que lo ha triturado lentamente. A través de él y los demás personajes, la serie retrata una sociedad donde la miseria no es resultado del azar, sino de estructuras bien establecidas.
En ese sentido, ‘El juego del calamar‘ no imagina un futuro lejano: retrata el presente con un disfraz sangriento. Los juegos infantiles que sirven de pruebas —como “luz roja, luz verde” o “el puente de cristal”— son familiares, pero al ser reformulados como trampas mortales, exponen la crueldad del sistema que los enmarca. Los jugadores mueren por no seguir reglas absurdas, por confiar en otros, o por intentar salvar a alguien más. La metáfora es clara: el sistema castiga la empatía y premia la deshumanización.

La estética visual refuerza este contraste. Los sets inspirados en las obras de MC Escher, los trajes de colores primarios, las máscaras con formas geométricas: todo sugiere juego, orden, infantilismo. Pero la sangre que mancha cada rincón nos recuerda que estamos viendo una carnicería. Esta combinación no solo es estéticamente actractiva, también lo es emocionalmente. La serie no nos pide escapar del mundo, sino entenderlo desde sus contradicciones más extremas.
¿Por qué ahora? El momento histórico que hizo de las distopías una necesidad
Las historias distópicas siempre han funcionado como advertencias, pero en la actualidad se sienten como diagnósticos. La pandemia dejó al descubierto los límites de los sistemas sanitarios, el abandono estatal y la precariedad laboral. Millones de personas perdieron empleos, hogares o familiares. La idea de que el mundo es injusto ya no es una sospecha: es una certeza compartida. En ese contexto, ver a 456 personas endeudadas jugarse la vida por dinero no parece tan descabellado. Es una alegoría clara de un sistema que, bajo la promesa de movilidad social, en realidad organiza una competencia brutal donde casi nadie gana.
El éxito de otras ficciones recientes confirma esta necesidad de narrativas que canalicen el malestar: ‘Alice in Borderland‘, ‘El Hoyo‘, ‘Sweet Home‘, ‘Black Mirror‘. Cada una, desde su lenguaje, plantea lo mismo: ¿qué ocurre cuando el sistema deja de proteger a los individuos y empieza a devorarlos? ‘El juego del calamar‘ fue la más exitosa porque supo sintetizar ese mensaje en una forma accesible: nueve episodios, reglas simples, personajes queribles, y una estética memorable. Pero su mérito no es solo formal: es emocional. Nos hizo preguntarnos qué haríamos si estuviéramos ahí. Y más aún: si acaso ya estamos jugando.

La serie también llegó en un momento de auge del K-drama global, impulsado por la “ola coreana” que ya había colocado en el centro a fenómenos como ‘Parasite‘ o BTS. Pero su éxito no fue accidental. Hwang Dong-hyuk escribió el guion en 2009, cuando él mismo estaba endeudado y cuestionaba el rumbo de la sociedad. Fue rechazado por más de una década. Inevitablemente, fue Netflix (la plataforma que globalizó el contenido asiático) quien le dio luz verde. El resultado no solo fue la serie más vista en la historia del servicio, también un símbolo del malestar de una época.
‘El juego del calamar‘ no conectó por sus muertes, sino por sus verdades. Al tomar un género cultivado por el cine japonés y dotarlo de una dimensión emocional profundamente surcoreana, Hwang Dong-hyuk no solo reinventó el death game: lo convirtió en diagnóstico. En un mundo donde la deuda, la incertidumbre y la competencia constante son la norma, esta serie no se siente como una advertencia, sino como una crónica. Su éxito demuestra que ya no queremos distopías futuristas: queremos historias que nos ayuden a entender el presente.
Y por eso, mientras el mundo siga siendo una competencia injusta disfrazada de juego, seguirán funcionando estas ficciones. No para consolarnos, sino para recordarnos —con brutal claridad— que lo que creemos ficción, quizá ya es nuestra realidad.
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