FICM 2022 | RESEÑA: Santa Bárbara | Maternidad a larga distancia

¿Qué es ser una buena madre? Como muchas de las preguntas existenciales que se hace el ser humano, la respuesta puede variar dependiendo de la experiencia de vida de cada persona. Independientemente de cada punto de vista, lo cierto es que la maternidad es un acto de amor y un compromiso de por vida en el que cada mujer da y hace lo que está en sus posibilidades para darle lo mejor a su descendencia. Sin embargo, a veces hay factores que se interponen en medio como la distancia, en el caso de Santa Bárbara, el segundo largometraje de Anaïs Pareto Onghena (Sinvivir), se examina esto desde el ángulo de un lazo familiar fracturado entre una madre y su hijo adolescente, al que dejó al cuidado de su abuela luego de marcharse a Barcelona. Aquí, la directora ofrece un examen conmovedor, directo y libre de prejuicios a este y otros temas que resuenan con urgencia en nuestros tiempos.

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La película, también escrita por Onghena, cuenta la historia de Bárbara, una mujer que lleva 12 años viviendo en Barcelona, trabaja de empleada doméstica en una casa y en una tienda de muebles, vive con su novia y los fines de semana juega fútbol en una liga femenina amateur latinoamericana. Todos los sábados, llama a casa de su madre para hablar con sus dos hijos, a los que no ve desde que dejó su país, en una de estas llamadas su madre le dice que detuvieron a su hijo mayor y que ya no puede hacerse cargo de él, por lo que Bárbara modificará su vida para recibirlo, pero la convivencia entre madre e hijo le harán replantearse su decisión. En el elenco podemos encontrar a Anabel Castañón, Alberto Silva, Ilona Muñoz Rizzo, Mercedes Hernández, Miriel Cejas y Pedro Hernández.

Lo primero que hay que resaltar sobre este drama familiar es la dirección segura y empática de Anaïs Pareto Onghena, la película dura apenas 80 minutos y en ningún momento llega a sentirse acelerada o superficial, a cada tema que busca examinar le da su tiempo de cocción y logra meternos de fondo en la piel de los dos protagonistas, sintiendo cada latido emocional de su viaje hacia la reconciliación. Desde el inicio, la cineasta española nos muestra a su ritmo como es la rutina de Bárbara (interpretada por Anabel Castañón), pasando los días al lado de su pareja llamada Maribel (Ilona Muñoz Rizzo) y dividiéndose entre dos trabajos para mandar algo de dinero a su familia en el extranjero, con los que se comunica a través de una cabina telefónica cada semana. Es aquí donde Onghena juega de forma maravillosa con los contrastes: toda la estabilidad de Bárbara desaparece en cada una de las escenas que tiene lugar en las cabinas que, al ser individuales, la aíslan completamente de todo y nos da un entendimiento de como se siente ella por dentro al estar lejos de los seres que ama, siempre con un semblante de preocupación o melancolía cuando escucha que ninguno de sus hijos quiere pegarse al auricular para entablar una conversación con ella.

Una vez que se plantea el conflicto central de la película, en el cual el hijo mayor de Bárbara se ve involucrado en un incidente y es enviado a España para ser cuidado ahora por su madre, comienza una dinámica interesante de que la que podemos extraer muchas conclusiones. Se dice que el amor de una madre no conoce límites, y a partir de esta situación Bárbara reestructura de forma abrupta y sin mirar atrás toda su vida para poder acoger a su hijo, terminando la cálida relación que tiene con Maribel en el proceso. Después de este amargo reecuentro familiar, la película adopta un enfoque tan desgarrador como realista, retratando como dos personas que en algún momento tuvieron un vínculo único apenas logran comunicarse, como si de dos extraños se tratase. En este punto, la actuación contenida de Alberto Silva como Ulises es clave para contextualizarnos en todo lo que siente su personaje sin necesidad de verlo explícitamente en pantalla, capturando con precisión el dolor silencioso que conlleva la huella de abandono y el sentirse lejos de casa.

Sin lugar a dudas, la actuación central de Anabel Castañón es un tour de force sobre el cual se sostiene toda la película. El excelente rango dramático de la actriz hace que sea fácil empatizar con su viaje, y a pesar de que algunas decisiones de su personaje pueden llegar a ser polarizantes, la vulnerabilidad sincera con la que Castañón arraiga al personaje hace que comprendamos que todo es parte de la desesperación que tiene por proteger a su hijo. Como lo mencioné arriba, Alberto Silva ofrece una actuación discreta pero efectiva que mezcla las inquietudes y dolores propios de la adolescencia con esa sensación de pez fuera del agua que surge al no encontrar su sitio al lado de su madre biológica. Durante gran parte del filme, Silva tiene éxito en que su personaje se sienta distante pero también lleno de matices sin necesidad de decir mucho, basta con un gesto o una mirada para transmitir emociones complejas que en diálogo caerían en la sobreexposición.

Otro de los aspectos que destaca de esta producción es la ejecución de la historia, al ser una película concreta, muy natural y libre de pretensiones va directamente al grano, teniendo idea desde el inicio de lo que quiere decir y cómo hacerlo. El desarrollo de la trama se siente redondo, ninguna escena sale sobrando y tampoco falta ninguna, cumpliendo prácticamente todos sus objetivos en el intermedio hasta llegar a una conclusión que no solamente conmueve al espectador, también cierra de forma satisfactoria los arcos de estos personajes. Por supuesto, el ojo libre de juicios e ideologías de Pareto Onghena favorece a que su película se tiña de una atmósfera cautivadora que invita a la reflexión sobre las formas de crianza, la aceptación de nosotros mismos, el amor en sus diferentes presentaciones e incluso la migración (aunque este último de forma muy tenue). El ritmo también ayuda mucho a mantener las cosas dinámicas, a pesar de ser un filme a fuego lento nunca llega a sentirse pesado o arrastrado, el hilo conductor entre cada pasaje es lo suficientemente intrigante como para mantenernos comprometidos hasta la hora de los créditos.

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Una buena fotografía puede hacer maravillas por una cinta y aquí ese es el caso, como producto de la barrera emocional entre los dos protagonistas muchas escenas carecen de diálogos, es entonces que las diferentes tomas y encuadres hacen lo suyo para cargar de peso emocional y de valor simbólico a distintos momentos que en manos menos hábiles no hubieran tenido el impacto deseado. Seguramente has escuchado la frase “el diablo está en los detalles” y en el caso de Santa Bárbara esto aplica al pie de la letra, es un drama que ciertamente exige la atención del espectador para que este vaya extrayendo minuciosamente la información y construyendo pieza tras pieza el complejo rompecabezas que a veces llegan a ser estos personajes.

Como no podría ser de otra forma, el producto final es un bálsamo para el alma capaz de reconfortarnos y recordarnos que nunca es demasiado tarde derrumbar las fronteras tanto emocionales como físicas y acercarnos los unos con los otros. En conclusión, Santa Bárbara es un trabajo íntimo, contemplativo y poderoso de Anaïs Pareto Onghena, cuyo mensaje se grita fuerte y claro a través de una fuerte dinámica en pantalla de sus dos protagonistas, ambos retratados de forma vibrante por Anabel Castañón y Alberto Silva.

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